martes, 24 de noviembre de 2020

Cuentos policiales

 


La casa abandonada



Siempre íbamos a jugar a esa casa. Nos gustaba la sensación de estar en terreno de nadie. No, no era una casa en realidad, tan sólo el reflejo de lo que en otro tiempo había sido: unas pocas paredes que luchaban contra el tiempo y que se resistían al olvido. Un edificio cuyo techo ya había colapsado hacía años y que carecía de ventanas y puertas.

A nosotros nos gustaba sentarnos en lo que decíamos que era el salón y jugar a que estábamos en otra época. Huemul se sentaba sobre una piedra, que era un inmenso sillón junto a una lámpara y comenzaba a leer toda clase de historias. Las leía en voz alta y yo lo escuchaba con suma atención porque era muy pequeña para leer. ¡Me gustaban tanto su voz y sus historias!

Una tarde cuando llegamos a nuestro refugio un cordón de plástico con enormes letras lo cercaban por completo, y un montón de policías rodeaban nuestras queridas paredes. Un agente se hallaba sentado en el sillón pero en vez de leer, observaba el suelo y anotaba algo en una libretita mientras algunos de sus compañeros pintaban círculos rojos en las paredes. Nos acercamos, ¿quién había invadido nuestra casa? Nos echaron a empujones. Éramos niños y no podíamos estar allí.

Les explicamos que ahí vivíamos, que nos pasábamos las tardes en esas paredes y que si había ocurrido algo con esa casa, debíamos saberlo.

—A lo mejor hasta podemos ayudarlos —había dicho Huemul osado.

El policía nos miró con una chispa de ironía en los ojos mientras nos preguntaba.

— ¿Conocen a un hombre que se hace llamar Gago Cafú?

De algo nos sonaba ese nombre pero no llegábamos a saber bien cuándo, dónde ni por qué lo habíamos oído.

—No lo sé, a lo mejor si me deja verlo, puedo responderle. ¿Dónde está o qué ha hecho?— Cada vez me sorprendía más la valentía con la que mi amigo era capaz de enfrentarse a esa situación.

No nos lo dijeron. Debíamos irnos y no regresar por ahí. Finalmente nos fuimos porque amenazaron con dispararnos y muerta de miedo conseguí que Huemul recapacitara y se diera cuenta de que estaba jugando con fuego.

Estuvimos varios días, quizás meses, sin regresar a la casa. Una tarde decidimos que ya había pasado el suficiente tiempo y que podíamos volver a nuestro refugio. Así lo hicimos. No había policías, ni cordones, ni rastros de la pintura en las paredes. Solamente encontramos a un hombre sentado que se presentó como Gago Cafú y nos pidió que compartiéramos con él ese lugar porque no tenía adónde ir.

Desde entonces, cada vez que vamos a la casa nos encontramos con él y Huemul lee cuentos para los dos: Cafú tampoco sabe leer.

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